jueves, 8 de noviembre de 2012

Drama en dos actos



PRIMER ACTO: EL LLANTO DEL VERDUGO

Desde hace tiempo, Jorge González, 47, sufre las mismas pesadillas. Una descarga de fusilería en una noche neblinosa y sin estrellas. Entonces siente el sonido de un tiro que le propinan a un condenado, que es él mismo.

Siempre despierta igual: bañado en sudor y llorando. Otra noche más robada al descanso. Cuando tiene esa pesadilla, Jorge no puede conciliar el sueño y se mantiene en vela hasta el alba. Le ocurre casi a diario, desde que se retiró de la ingrata profesión de verdugo. Matar a semejantes -culpables o no- deja sus secuelas.

La profesión ahora le está pasando factura. De este oficio rara vez se habla. Se piensa en tipos grandes, hoscos y con un cerebro del tamaño de un garbanzo, despojados de sentimientos.

En hombres que al llamado del gobierno para la insensible tarea de administrar la pena de muerte, llegan tarareando una tonada banal, se remangan la camisa y se ponen una capucha negra para ocultar su rostro. Que después se marchan por el mismo sendero hasta su casa, lejos del mundanal ruido, sin familia y acompañado de su perro. A esperar la próxima ejecución. Nada más alejado de la realidad. A falta de testimonios sobre la vida de los verdugos, las personas han inventado leyendas.

Jorge González es la antítesis del verdugo clásico que aparece en libros y filmes. De baja estatura, algo calvo, delgado y con un miedo impostergable ante cualquier suceso trascendente. Jorge, quien confiesa que su pulso no tembló para quitarle la vida a más de veinte personas, se asusta ante una simple cucaracha y le tiene pánico a las lagartijas.

Es educado. Le gusta Ricky Martin y su música alegre. Lee a Goethe y Stendhal. Cuando se habla con él se descubre que no es un estúpido sino un hombre inteligente. Pero los diez años que llevó en un pelotón de fusilamiento lo han trastornado.

En 1982, luego de cumplir tres años y medio de servicio militar en Etiopía, como parte de la ayuda comunista al régimen pro maoísta de Mengistu Haile Marian, Jorge se licenció sin tener muy seguro cuál sería su futuro. Le sucedió lo mismo que a muchos hombres de la guerra: diestros en el manejo del fusil, pero incapaces para la vida civil.

Jorge había sido francotirador en un batallón al mando del general Arnaldo Ochoa, quien años después fuera fusilado por el gobierno de Castro, acusado de traición y narcotráfico. Bajo las órdenes de Ochoa participó en la famosa batalla de Ogadén, donde el general cubano se encumbró por su novedosa forma de proyectar la estrategia militar.

-Siempre admiré al general Ochoa, quien en Ogadén mostró sus dotes. No por gusto esa batalla es materia de estudio en academias militares de Occidente.

En 1989, González pudo haber sido uno de los hombres que en Baracoa, poblado costero en las afueras de La Habana, formaron parte del pelotón encargado de fusilar al general Ochoa.

-No podía traicionarme a mí mismo. Había matado a asesinos, violadores y terroristas. Pero no podía apretar el gatillo contra mi antiguo jefe. Inventé una supuesta demencia y me dieron descanso por seis meses.

Al volver a su especialidad de matar, el verdugo supo en detalle cómo fueron los segundos finales del héroe de Ogadén.

-No es una fábula, es cierto. Ochoa se acercó al pelotón, saludó a cada uno de sus integrantes y les dijo: No teman, muchachos,cumplan la orden. Se negó a cubrirse el rostro. Murió como un valiente.

Lo dice con voz entrecortada. Su mirada se pierde desde el ventanal hacia donde se divisa el mar.

-En aquel momento pensé que era una medida dura, pero justa. Ahora creo que fue excesiva.

En 1992 Jorge dejó de cumplir su macabra faena. Los nervios no le dejaban vivir y decidió licenciarse del ejército. Recorrió varios hospitales psiquiátricos y llegaron a aplicarle electroshocks. Pero su mente no quedó en blanco.

Cada noche, cuando una descarga de fusilería lo despierta sudoroso y llorando, su esposa trata de calmarlo. No lo logra. Desvelado, se sienta en el balcón de su casa y se queda mirando el mar. Con la salida del sol llega el cansancio y con él la sensación de que es el tipo más miserable del mundo. Y acaso no lo sea.

SEGUNDO ACTO: LA ÚLTIMA EJECUCIÓN (2009)

Era una tarde cualquiera del mes de julio. Jorge González, 57, preparó sin prisas y con miedo los detalles de su muerte. Era el último día de su azarosa y atípica vida. Compró un par de libras de pollo en el mercado negro y en la shopping, con 3 cuc, un paquete de café Cubita.

Al mediodía se puso su mejor ropa. Una camisa de cuadros rojos y violetas, regalo de su única esposa, y un pantalón de algodón, viejo y usado, que veintitrés años atrás había comprado en un mercadillo de Addis Abeba, mientras cumplía su servicio militar en Etiopía, como francotirador de tropas de élite.

Había almorzado como nunca. Arroz con pollo con todas la de la ley, y hasta se permitió dos copas de vino Fortín. Se miró al espejo y se encomendó al Señor. Amarró una soga gruesa en el candelabro de hierro de la sala y se la puso al cuello.

Cuatro días más tarde, la policía abrió con un hacha la puerta. Ya el cadáver presentaba síntomas de descomposición.

Jorge González había sido verdugo. Uno de los encargados de administrar las penas de muerte decretadas por el Estado. Según en 1999 me contara, fusiló a más de veinte personas. Violadores, asesinos y algún que otro "traidor a la patria".

Se licenció de las fuerzas armadas y estuvo recluido en hospitales psiquiátricos. Su esposa lo abandonó, aburrida de este tipo bajo y calvo, que se pasaba las mañanas leyendo como un poseso, y por las noches despertaba bañado en sudor y gritando.

Cuando esto sucedía, permanecía más de dos horas sentado en un sillón, sin dirigir una sola palabra. Con la vista fija en el mar azul intenso que se divisaba desde su balcón. Probablemente, la última imagen que atrapó antes de morir fueran las quietas aguas veraniegas del Oceáno Atlántico.

Yo conocí a Jorge González. En el 2000 le dediqué una crónica, El llanto del verdugo. De su suicidio, en 2009, supe mes y medio después. El delirio lo había perturbado. Fue su última ejecución.

Iván García
Publicado en octubre de 2009 en Puntos de Vista, web ya desaparecida.

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