lunes, 2 de febrero de 2015

Cuaderno de viaje (VI) Miami: La Habana que no pudo ser



Cuando el avión comienza a descender sobre Miami, en un vuelo desde San Diego, lo más llamativo para un cubano residente en la Isla es la increíble cantidad de luces que a esa hora, cinco y media de la madrugada, se observan desde la aeronave.

De las grandes ciudades de Estados Unidos, territorialmente hablando, es de las más pequeñas. En 92,68 kilómetros cuadrados de hectáreas de tierra se aglomeran más de 400 mil personas. Está entre las ciudades más densamente pobladas del territorio norteamericano, al nivel de Nueva York, San Francisco y Chicago.

No es poca cosa. Desde que una mañana de abril de 1513, Juan Ponce de León desembarcara en una playa floridana y reclamara toda esa extensión de tierra y cayeríos adyacentes para el Reino de España, solo han pasado 501 años.

Para una ciudad no es mucho. Roma tiene varios milenios. Y ya Babilonia, Egipto y Jerusalén eran espacios arquitectónicos pretenciosos cuando no ya Miami, ni siquiera las 13 colonias, aparecían en el mapa.

Es la grandeza de Estados Unidos. Además de su soberbia Constitución, democracia y pujanza económica y militar, el gran mérito de esa sociedad es la capacidad de reinventarse y asimilar culturas diferentes.

No hay otra nación en el planeta donde un emigrado de primera generación pueda aspirar a un escaño en el Senado o postularse a presidente. Mientras en otros países los extranjeros son extranjeros durante varias generaciones o quizás para toda la vida, en Estados Unidos si se trabaja duro, eres audaz, talentoso y creativo tienes 99 papeletas para prosperar.

Esa etiqueta de vanguardia y singularidad no se le puede discutir a Estados Unidos. Pregúntenle a cualquier cubano, colombiano, brasileño o ruso residente en Miami.

Las cosas te pueden ir mal, pero siempre tienes la posibilidad de progresar de acuerdo a tu laboriosidad y talento. A ese pueblo costero y cálido llegaron huyendo los cubanos después que Fidel Castro tomó el poder a punta de metralleta en enero de 1959.

Allí aterrizó en la década del 60 lo más granado de Cuba. Arquitectos notables, médicos de primer nivel, empresarios, gente que sabía cómo generar riquezas.

Y transformaron un lodazal apacible donde los jubilados iban a terminar sus días, en la soberbia ciudad que es hoy Miami. Por supuesto, emigrados de todo el mundo también pusieron su grano de arena.

Pero los números y las estadísticas no mienten. Varios congresistas federales son de origen cubano, y en el Congreso de la Florida, e innumerables alcaldes y funcionarios públicos son descendientes de cubanos.

El ascenso de los cubanos en Miami es una muestra palpable de las fuerzas centrífugas que desencadenan las libertades políticas y económicas. A 250 kilómetros de Miami está La Habana.

Una metrópolis que 56 años atrás no resistía comparación con Miami u otras ciudades de América Latina. La Habana siempre fue, y a pesar de sus ruinas, sigue siendo una urbe coqueta.

La Habana tiene un trazado urbanístico mejor que el de Miami. Es una ciudad peatonal con kilómetros de portales imposibles de encontrar en la ciudad del sol.

El centro de Miami, repleto de rascacielos, está inspirado en el Vedado habanero de los años 50, cuando se comenzó a erigir una nube de edificios altos con tecnología avanzada.

Entonces, La Habana tenía 3 túneles, varios casinos y bares donde cada noche cantaban boleros o al piano tocaba un tipo que se llamaba Bebo Valdés.

El triunfo de la revolución de Fidel Castro, gústenos o no, trajo una involución en el orden urbanístico. Si en vez de llegar al poder en 1959, Castro hubiese gobernado en 2014, La Habana hubiese sido una capital fastuosa con cientos de rascacielos a lo largo de todo el litoral, mezclada con su arquitectura particular.

Al estilo de San Juan. Pero no lo fue. Al cortar de cuajo la generación de riquezas y centralizar la economía, Castro abrió las compuertas para que las personas más talentosas abandonaran el país. Toda esa fuerza creativa y laboral plantó bandera en Miami.

Cuando usted recorre la ciudad, la playa de Miami Beach, el estadio de béisbol de los Marlíns, el American Airline Center de los Heat, el centro financiero de Brickell o las nuevas obras del puerto, no puede dejar de admirar la vitalidad de sus habitantes.

Calles limpias, iluminadas, mucho verde e infraestructuras de calidad. Siempre hay manchas. El transporte urbano es desquiciante, hay mendigos y Little Haití mete miedo.

Las urbanizaciones parecen diseños de un juego de los Sims. Lindas, pulcras y recién pintadas. Aunque no tan sólidas como esas residencias de Miramar, Jaimanitas y Fontanar edificadas por los parientes de esos cubanos que hoy viven en Coral Gables, Hialeah o Doral.

Miami es clave para la supervivencia de la autocracia verde olivo. Los miles de millones de dólares y las mercaderías son una transfusión de sangre para el régimen y los parientes pobres en Cuba.

Los cubanos del otro lado del Estrecho, al poco tiempo de marcharse, se les notan diferentes. Siguen hablando con ese lenguaje cortado y disparatado que maltrata al castellano.

Siguen charlando demasiado alto y algunos han trasladado a los medios floridanos, el mal gusto y la cursilería heredados de un sistema que generalizó la mediocridad. Pero son ciudadanos libres.

Que lo mismo despotrican a los Castro que a Obama. Que a la carrera aprenden cómo manejarse económica y jurídicamente en el capitalismo. Porque Estados Unidos no es un país, es un negocio. Y al recién llegado se le enseña la forma de administrar las deudas y lidiar con los impuestos.

Miami es lo que La Habana no pudo ser. Con exceso de luces, abundancia de comida y sin Fidel Castro.

Iván García
Foto: Vista aérea de Miami. Tomada del blog Gorge Mess.

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