miércoles, 13 de mayo de 2015

Memoria recortada


Hace cinco años, con alegría recibí la apertura al público de los archivos de LIFE. Es que fue una de las revistas más cercanas en mi infancia. Como en mi blog he contado, estudié inglés en cursos gratuitos impartidos a partir de las 6 de la tarde, en la misma escuela donde hice la primaria, la Escuela Pública No. 126 Ramón Rosaínz, situada en Monte y Pila, Cerro.

En todos los estanquillos vendían revistas americanas. Aunque eran baratas, mi padre no me podía dar todas las semanas 0.20 centavos para comprarme una LIFE u otra de las muchas publicaciones en inglés, para que practicara el idioma.

La solución la tuvo mi madre. Habló con Fermín, carbonero nacido en Asturias, propietario de una pequeña carbonería en la esquina de Zequeira y Romay. Para envolver el carbón, a Fermín la gente le llevaba periódicos y revistas, entre ellas LIFEy National Geographic Magazine. Él las iba separando y una vez por semana yo pasaba y las recogía. Otro surtidor de revistas era Castell, chofer de un camión de Lindsay, una de las grandes lavanderías y tintorerías habaneras.

Castell era muy amigo de Delia, portuguesa que vivía en el primer piso de nuestro edificio, y quien se ganaba la vida alquilando a parejas uno de los cuartos de la casa, para discretos encuentros amorosos por unas horas o una noche. Ese tipo de negocios era tan frecuente en La Habana de mi infancia como el de las "cantinas", personas que se dedicaban a preparar comida y repartirlas a domicilio, en cantinas (envases) de aluminio.

Nunca vi la mujer con la cual todas las semanas Castell se acostaba: lo que recuerdo es que con Delia me dejaba revistas, de las que iban a botar clientes a los cuales recogía ropa sucia y se la llevaba lavada y planchada. Su zonas de recorrido eran el Vedado y Miramar, y entre ellas estaban dos de mis favoritas: Good Housekeeping, que aún se publica, con el mismo perfil y Lana Lobell, catálogo de modas por encargo, ya desaparecido.

Aprendí a recortar en el Kindergarten, a donde solían ir los niños a partir de los 3-4 años, antes de empezar la enseñanza primaria. Más que pintar y colorear, me gustaba recortar y pegar. En las quincallas, por 5 centavos, uno compraba un paquetico con una veintena de papeles de colores. El pegamento podía ser una pasta blanca sólida, para untar con el dedo o un pequeño pincel, o líquido, carmelitoso, en un frasco de cristal con una goma que tenía una abertura, para no ensuciarse las manos.

El Kinder lo hice en una escuela pública que había en Monte entre San Joaquín y 10 de Octubre, muy cerca de la Esquina de Tejas y donde después de muchos años, ya ruinoso el local, pusieron una de esas tiendas dedicadas a vender chucherías por divisas.

A los 5 años me inscribieron en la Ramón Rosaínz, seis cuadras más arriba, cerca del Mercado Único o Mercado de Cuatro Caminos, su nombre popular. En la Rosaínz comencé en el Pre-Primario, como entonces se le decía al Pre-Escolar. Cuando uno terminaba ese grado, ya prácticamente sabía leer, aunque la lectura se consolidaba en el Primer Grado.

En mi infancia, existían asignaturas que luego fueron suprimidas de los planes de estudio en las escuelas primarias, como Moral y Cívica, Música, Dibujo, Ortografía, Caligrafía, Trabajo Manual, Corte y Costura y Economía Doméstica.

Luego de hojear las revistas que Fermín y Castell me regalaban (y leer lo que a esa edad me podía interesar), recortaba las fotos y dibujos que me pudieran servir para pegar en las libretas, y las guardaba en una caja, distinta a la de los recortes destinados a jugar con las "cuquitas" o paper dolls, esas muñequitas de cartón con vestiditos de papel.

Igualmente recortaba y coleccionaba fotos de ropa, viviendas, artistas y países, para con mis amiguitas jugar a la casa y el vestuario que nos gustaría tener o el artista y país que nos gustaría conocer... cuando fuéramos grandes!

Para ese juego nunca recorté fotos de alimentos: éstos los guardaba para ilustrar clases relacionadas con la nutrición y recetas de cocina. Según los parámetros de entonces, pertenecíamos a la "clase baja", o sea, éramos pobres.

Pese a nuestro limitado presupuesto familiar, nunca dejé de desayunar, almorzar, comer y merendar dos veces al día. Tampoco recorté jabones ni productos de aseo: hasta el cubano más humilde podía por pesos comprar una pastilla de jabón Camay o Palmolive para bañarse, o de Oso o Rina para lavar la ropa.

Tania Quintero

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