viernes, 30 de octubre de 2015

La Habana: pandillas juveniles, robos y violencia callejera


A falta de estadísticas, noticias de la crónica roja en la prensa estatal y análisis serio de expertos sobre el auge de la violencia en Cuba, las puertas y ventanas enrejadas que se pueden ver por toda La Habana, hablan del miedo ciudadano a rateros y bandas de adolescentes que intentan plantar bandera en la capital.

En parques, paradas de ómnibus y esquinas de barrios, contar historias sobre robos acaecidos la noche anterior es habitual. Los hurtos en bodegas, empresas estatales y viviendas ocupadas resultan alarmantes.

“En mi bodega han robado cuatro veces en los últimos dos años. Ya no cabe una reja ni un candado más. Los ladrones cortan el candado con una cizaña y fuerzan las rejas para robar arroz, frijoles, café o cajas con ruedas de cigarros. Cuando llega la policía, en vez de indagar o atrapar a los rateros, el bodeguero es el principal sospechoso”, cuenta Liuba, bodeguera en Lawton, al sur de la ciudad.

Igor, profesor de inglés particular, en la madrugada del 27 agosto estaba preparando sus clases y escuchó un ruido en la cocina de su apartamento, en un segundo piso de la barriada habanera de Santos Suárez.

“Cuando fui a la cocina, un tipo me agarró por el cuello y con un cuchillo me dijo que le diera todo el dinero. Además del dinero se llevó un televisor de pantalla plana, una batidora, DVD y una freidora. Llamé a la policía, que llegó a la hora y media. A pesar de haber preservado el lugar, no traían peritos para tomar huellas. Me dijeron que eso solo sucede en los seriales policíacos cubanos que pasa la tele. Me pidieron el número del carnet de identidad y ni siquiera tomaron nota de mi relato sobre el suceso. Con el escaso rigor profesional, dudo que puedan atrapar a los delincuentes. La buena noticia es que salí vivo del percance”, recuerda Igor.

Otros no han tenido igual suerte. Según Fernando, oficial del DTI, departamento técnico policial, se ha disparado el número de robos en viviendas habitadas. “Es un delito muy peligroso, pues cuando el ladrón se ve atrapado opta por matar a sus propietarios para que no lo identifiquen. Los delincuentes suelen estudiar al detalle sus robos. Sobre todo si residen mujeres, ancianos y niños. O en viviendas que por vacaciones o viajes al extranjero están desocupadas. El porciento de casos resueltos es bastante bajo. El nivel de los investigadores actuales no es bueno. La técnica canina, dactilografía, de olor y otras, se reservan para asesinatos o casos notorios”, explica el oficial de policía.

Alrededor de las dos de la tarde, mientras Miladis esperaba que se secara la ropa tendida en el patio, se puso a ver una telenovela. En eso sintió el alarido de su perro pastor alemán. “Cuando llegué se habían llevado toda la ropa, sábanas y toallas aún húmedas y al perro lo habían degollado. Cada día los ladrones son más agresivos y atrevidos”.

La solución de los habaneros es transformar sus casas en un búnker. Si a alguien le sobra trabajo en Cuba es a los herreros. Cuando usted camina por la ciudad se asombra del elevado número de rejas, cercas y tapias que fortifican cualquier tipo de vivienda, sea una casa en planta baja, un apartamento en primer piso o una residencia con jardín.

Esas medidas de seguridad contradicen la afirmación del gobierno acerca de la tranquilidad y baja delincuencia en el país. “La violencia no está al nivel de Caracas o Sinaloa, pero el aumento de crímenes, robos y asaltos es preocupante en la capital y en la Isla", indica Carlos, sociólogo.

A ello, aclara Carlos, debe añadirse que el fenómeno de las pandillas juveniles. "Lo peor es que el gobierno, al menos públicamente, no toma cartas en el asunto. Se hace el sueco, como si no pasara nada. Tanta pobreza, crecimiento de la desigualdad y pocas opciones que tienen los negros de barrios marginales para prosperar, entre otras causas, lleva a muchos adolescentes y jóvenes a optar por la violencia. Me preocupa que en el futuro, si se agravan las desigualdades en Cuba, esas bandas ocupen más espacios y lleven la criminalidad a otra dimensión, como las maras en El Salvador”.

El periodista independiente Ernesto Perez Chang publicó en Cubanet la historia de una pandilla juvenil denominada Sangre por Dolor, compuesta en un 40% por jóvenes oriundos del oriente de la isla, quienes bajo los efectos de las drogas y el alcohol se dedicaban a agredir con armas blancas a cualquier persona al azar.

Fenómenos como la prostitución o las sectas abakuá, han sido embriones de pandillas que poseen armas de fuego. “Casi todas las broncas son por problemas con otros plantes. En los grupos de ñáñigos hay un elevado número de delincuentes violentos. Es raro que cada plante no tenga una o dos pistolas. Las diferencias las resuelven a tiros. En la calle se puede comprar una Makarov por 80 o 100 pesos convertibles. Es el arma reglamentaria de la policía, pero no me preguntes de dónde salen”, me dice Sergio, perteneciente a un plante abakuá denominado Enmaranñuao.

Todavía la violencia en Cuba no es comparable con la de Río de Janeiro o Medellín. Pero va en esa dirección.

Iván García
Leer también: Soy abakuá y Ser abakuá es sinónimo de tipo duro.
Foto de Ernesto Pérez Chang. Policías pidiendo identificación a jóvenes en el Parque Central de La Habana. Si son orientales y están ilegales en la capital, de inmediato son deportados a sus provincias de origen.

miércoles, 28 de octubre de 2015

Bobby Fischer: gloria y olvido


Bobby Fischer, el más grande y talentoso jugador de ajedrez de la historia, tuvo dos destinos nobles y amargos al final de su controvertido paso por el mundo.

En Japón, encontró una mujer, Miyoko Watai, el gran amor correspondido de su vida. Y estuvo preso ocho meses en una cárcel cerca de Tokio. En Islandia, halló la admiración y la gratitud de una nación junto el afecto de dos amigos fieles. Y una tumba helada, a 50 kilómetros de Reikiavik, para esperar que la memoria salve su genio y el tiempo disimule sus rencores y sus mezquindades como ser humano.

En esa ciudad donde murió en 2008 de una complicación renal, a los 64 años, el estadounidense había dado su salto a la gloria al derrotar, en 1972, al soviético Boris Spasski y convertirse en un héroe popular que dejó derretido al comunismo en una etapa cumbre de la Guerra Fría.

Llevaba dos años y ocho meses asilado en la capital islandesa porque Estados Unidos lo tenía bajo una orden de búsqueda y captura con la amenaza de una eventual condena de 10 años por violar el embargo a la antigua Yugoslavia. Allí jugó, por tres millones dólares y veinte años después, una revancha contra Spasski, que ya no era campeón ni soviético. Era un jugador francés.

Fischer se burló de la prohibición que le hizo llegar el presidente George Bush. Escupió ante las cámaras de televisión sobre el documento oficial y celebró las partidas, ganó su dinero y despareció. Viajó por varios países con estancias en lugares como Hungría, Tailandia, Filipinas y Bulgaria y elevó la categoría de su leyenda de irreverencias. Viajaba con pinta mendigo y vocación de insultador y a cada rato atacaba con rabia a la familia y las amistades, a su país natal, a Israel y a los judíos.

En ese período de tinieblas comenzó una relación amorosa con la señora Watai, antigua campeona de ajedrez de Japón, con la que había jugado algunas partidas hacia 1970. El romance era parte de la vida casi secreta de Fischer que se había mudado a la residencia de la mujer en la capital japonesa.

La existencia nebulosa estalló cuando el ajedrecista fue arrestado en el aeropuerto tokiota de Narita, en julio de 2004, desde donde pretendía viajar a Filipinas con su pasaporte revocado por las autoridades estadounidenses. Una vez preso en un centro de reclusión de emigrantes fue Miyoko Watai la encargada de asumir la defensa de su compañero. Unos meses después se casó con él y en marzo de 2005 lo acompañó a Reikiavik, cuando el gobierno islandés le otorgó la ciudadanía.

A su llegada a Islandia, el país que lo acogía y lo salvaba de la deportación, Fischer se instaló solo en un apartamento en un edificio en el que vivía Gardar Sverrison, el amigo que lo llevó a enterrar.

El nuevo huésped comenzó enseguida una labor en la que era un verdadero experto: se peleó, insultó y despreció al comité de ciudadanos que trabajó para que el parlamento le diera la ciudadanía. En pocos días era un personaje solitario, escurridizo y agresivo, convencido de que la CIA lo vigilaba de cerca para secuestrarlo con el apoyo de centenares de agentes encubiertos.

Pasaba mucho tiempo sin moverse de su casa. Allí, rodeado de libros, el ajedrecista leía los periódicos americanos, estaba al tanto de las hazañas de Superman, se moría de la risa con los cómics que seguía desde su infancia, veía películas y escuchaba blues a todas horas. Admiraba la creatividad de los compositores que hacían canciones con letras profundas y estructuradas, aunque rechazaba la poesía sin música porque le parecía un asunto más bien afeminado.

Salía poco, le gustaban algunos restaurantes asiáticos y era un fanático de las hamburguesas american style. La figura que veían los islandeses circular por la capital era un tipo de barba blanca, un poco encorvado, vestido con jeans, chaqueta de mezclilla, un suéter de cuello de tortuga y una gorra de beisbolista clavada hasta las cejas.

Así llegaba a su sitio preferido de Reikiavik, la librería de viejo Bokin, donde pasaba tardes enteras en la lecturas de libros sobre la Segunda Guerra Mundial, acerca de fugitivos de la ley o historias de desertores soviéticos. Una nota del periodista John Carlin asegura que esa tienda le recordaba una librería que visitaba de niño en Brooklyn y estaba decorada con carteles de gente famosa de cuando Fischer era joven: Stalin, Mao, Richard Burton y Marilyn Monroe.

En la atmósfera polvorienta y caótica de Bokin, Fischer conoció a su otro amigo leal en Islandia, el psiquiatra Magnus Skulason. Fue su contertulio permanente en la librería. La última noche que el norteamericano pasó en su casa, 48 horas antes de morir, Skulason le suministraba sedantes, le daba jugo de uvas y le contaba historias.

El médico describió así los minutos finales del genio del ajedrez, el hombre que trató de demostrar siempre que odiaba la humanidad: "Una vez se despertó, me dijo que le dolían los pies y me pidió que se los masajeara. Yo lo intenté, le acaricié suavemente, y entonces dijo las últimas palabras, las últimas dirigidas a mí, y que yo sepa, a cualquier otra persona. Cuando sintió que le tocaba dijo con una voz dulce, de una suavidad sobrecogedora: No hay nada que alivie tanto el dolor como el contacto humano".

Raúl Rivero
El Mundo, 22 de agosto de 2015.
Foto: Tumba de Bobby Fischer en Islandia. Tomada del blog Cuaderno de viajes.

lunes, 26 de octubre de 2015

"Yo no sé cómo escribo mis crónicas"


Nunca me he detenido siquiera a pensarlo. Tengo claro que no entro en el esquema tibio del intelectual, y supongo que tampoco se me da bien la imagen del escritor voluntarioso. Ya me lo han dicho: tengo aspecto de chulo impenitente, me visto como cualquier compadre de taberna, y no hay hombre de letras que vaya por la vida (como me gusta hacerlo a mí) cagándose en la madre de María Belén Chacón.

Pero, para fortuna mía, me salen las crónicas, aunque yo ignore el cómo y el porqué. Lo seguro es que como me disgusta urdir razonamientos lógicos cuando se trata de esclarecer un caso espiritual, prefiero conjeturar que brotan de una extraña conversación tripartita entre cerebro, alma y Dios. Que existe, como sobradamente sabe todo el que escribe crónicas.

A ver si logro encadenar algunas pistas. Lo primero es que yo no me siento a escribir con la crónica escrita en la cabeza. Algo me ha compulsado a sentarme ante la computadora (no olvide que escribir de pie es una aberración hemingwayana): yo me dejo llevar por ese impulso, pero lo más que tengo en mente es la oración inicial, acaso las dos oraciones iniciales, y en el mejor de los casos, el cierre, el último suspiro de la crónica.

Digo esto porque seguramente hay escritores que llegan frente a la pantalla con la mitad del texto en plena ebullición, y entonces, como en trance, paren la otra parte. Que yo recuerde, esto solo me ha sucedido en tres o cuatro ocasiones. Las más de las veces (las muchas más de las veces) escribo por fragmentos, sin levantarme de la máquina, pero por fragmentos, en un apresurado ejercicio del reposo.

(Antes sí que las escupía de un tirón. No exagero y existen testigos: me tomaba unos ocho-diez minutos escribir una crónica, pero luego pasaba una hora revisando, haciendo cambios, detectando metáforas espurias. Ahora, cuando las horas nalga han hecho su trabajo, llego al punto final en media hora, pero apenas reviso un momento y, para bien o para mal, ya está. Porque a menudo es bueno hacer como el viejo Alfonso Reyes, que decía que publicaba para no seguir corrigiendo).

Otra cosa que a veces me llega sin aviso es el título. O mejor dicho, el nombre, porque la crónica (a diferencia de los otros géneros del periodismo) tiene vida interna. A cada rato, el nombre viene a mí sin anunciarse, como las oraciones iniciales, evitándome el pesado y humano proceso de pensarlo. Aunque el nombre, en verdad, no es lo que más importa.

Pesan más otros detalles. Por ejemplo, yo me cuido muchísimo de los adjetivos, que son las palabras más difíciles de usar, las que mejor adornan si se les cuelga bien de la pared, pero las que más cerca viven de las oficinas del ridículo. Porque los adjetivos son tan peligrosos como un árabe forrado de explosivos, aunque también tan seductores como el labio inferior de Angelina Jolie.

Y me cuido, también me cuido mucho, de no perder el ritmo. Que es el camino verde por el que llevamos el discurso para que ande a gusto, y guste. Y que es un elemento tan propio como las huellas dactilares, porque en el momento en que se reconoce un ritmo se reconoce un escritor. (Aquí, la angustia de las influencias: esto último creo que se lo leí a Noé Jitrik, o acaso fue a Ortega y Gasset. En cualquier caso, me salvo de incurrir en la ilegalidad del plagio).

Al final, como mismo la precisa repetición del golpe marca el compás en la música, el empleo eficaz del intervalo, de la pausa, se convierte en un tema obsesivo cuando escribo mis crónicas. Y como el ritmo es un vocablo audible, yo lo rastreo leyéndome en voz alta.

Al menos una vez por cada texto, yo me leo en voz alta, siempre con el cuidado de leer lo que en verdad dice la página, y no lo que yo creo que debí decir. Respiro en cada coma, punto, punto y coma, puntos suspensivos…, y afloran, descaradas, las tuercas sin suficiente grasa, se zafan, desajustan. Por razones de autoestima y vanidad, me avergüenza encontrarlas, lo admito, pero me consuela pensar que siempre será mejor que dé con ellas yo antes de que el lector lo haga.

Escribir bien es un logro, pero escribir mal no es –nunca lo ha sido- un objetivo. Así pues, ambos extremos son, de alguna manera, accidentales. Caminamos por un delgado filo de navaja ante el teclado, y hay que ser lúcidos y crueles para discernir. De ahí que también me cuido, por ejemplo, de no enamorarme de una idea bonita. Esa idea bonita que, hace unos veinte años, me hacía sacrificarlo todo por salvarla, y que ahora, si se traba el paraguas por su culpa, no vacilo en aniquilar con el Delete.

¿Y de qué más me cuido? Me cuido de la complacencia. Esto es, no permito que nadie, ningún director o funcionario, ya sea por encomienda de mi madre o del Comité Central, me imponga el tema de una crónica. En tal caso, me ofrezco para hacer la información, el reportaje, aun el comentario, pero nunca la crónica. Porque al final, junto a la criatura amorfa, insípida y patética, vivirá acomplejada mi firma por los siglos de los siglos, para escarnio de los que están y los que llegarán.

Esa crónica, la que no voy a hacer nunca, deberá hacerla mi madre, el director del órgano, el funcionario del Comité Central, o la madre de María Belén Chacón.

Por Michel Contreras
Michel Contreras González (La Habana, 1973) es un periodista especializado en temas deportivos, en particular el béisbol. El texto es su intervención en el VIII Encuentro Nacional de la Crónica Miguel Ángel de la Torre, celebrado el 25 de octubre de 2013 en la provincia de Cienfuegos. Tomado del blog El microwave.

viernes, 23 de octubre de 2015

Corredores de arte y joyas: un negocio en Cuba


Gustavo desafía el calor intenso en pleno mediodía justo cuando la gente busca un portal donde guarecerse de la canícula y hasta los perros callejeros, mugrientos y con hambre, huyen del inclemente sol habanero.

Ahora mismo, Gustavo camina por el marginal barrio de Párraga, al sur de La Habana, un distrito de calles agujereadas, violencia doméstica y personas expectantes como si esperaran algo.

Va voceando con voz de barítono: “Compro pedazos de oro y plata”, y cíclicamente repite el sonsonete. Los vecinos lo miran como a un marciano y siguen en su cháchara anodina.

Aunque pueda parecer que es el peor sitio para intentar comprar un trozo de oro u objeto valioso, algunos de los que viven en auténticos tugurios y chozas de concreto con techo de tejas, han sido clientes de Gustavo.

“No todo es lo que se ve. En los barrios duros de La Habana uno puede pescar sorpresas. En Luyanó, San Miguel o Romerillo he comprado una buena cantidad de trozos de oro, plata y joyas. En esos lugares suele residir gente dedicada a robar cadenas de oro. Yo pago el gramo mejor que los joyeros. El de oro bajo a 15 cuc, el 14 a 20 cuc y el oro 18 a 24. Si es una prenda bien trabajada pago aun más”, cuenta Gustavo.

El corredor de metales preciosos considera que mucha gente todavía conserva joyas de herencias familiares, cubiertos finos y porcelana de calidad. “Solo hay que salir al ‘fuego’ (la calle) a buscarla”, dice.

El Estado verde olivo exprimió cuanto pudo al patrimonio familiar cubano. En los años 60, confiscó descaradamente obras de arte, vajillas de porcelana, joyas y propiedades de la burguesía local.

A mediados de la década del 80, en su afán de obtener moneda dura, Fidel Castro autorizó una tienda donde compraban o canjeaban por pacotillas, oro y joyas a precios de risa.

“Se le llamó la Casa del Oro y la Plata. Era un entramado empresarial dirigido por altos oficiales del Ministerio del Interior. Adquirían el oro y otras prendas a precios ridículos, aprovechándose de las necesidades materiales de las familias y luego lo revendían en Panamá a cuatro o cinco veces su valor. Los beneficios fueron de cientos millones de dólares que se utilizaron en la última etapa de la guerra de Angola, cuando la URSS recortó su ayuda monetaria”, recuerda Romualdo, ex militar jubilado.

En los 90, durante la crisis económica estacionaria conocida como Período Especial, el régimen vendió obras de arte del fondo patrimonial. El robo de obras de arte en la Isla es frecuente.

En el invierno de 2014, del Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana fueron robados casi 100 lienzos que posteriormente se vendieron en la Florida.

Bajo la sombrilla de empresas estatales, se montan subastas de obras de arte, caballos de raza o puros Habanos. Lo que no queda claro en qué se utiliza posteriormente el dinero.

Justo frente a la bahía habanera, se encuentra el Almacén San José, una feria enfocada hacia el turismo, donde se venden lienzos y artesanías de artistas cubanos.

El olor de aguas albañales que proviene de la bahía y una brisa fresca que amortigua el calor de plomo recibe a los visitantes. En medio millar de pequeños stands artistas e intermediarios ofertan sus obras.

Según Camila, artesana privada, las condiciones del local son infames y los aranceles leoninos. “Esto aquí es una jungla. Hay goteras en el techo, los baños están clausurados y la gerencia Fénix S.A (perteneciente al llamado Casco Histórico, administrado por Eusebio Leal, historiador de la ciudad), encargada de arrendar el local, solo se ocupa de hacer caja”, apunta.

Mensualmente recaudan alrededor de 70 mil pesos convertibles mediante el gravamen a artesanos y artistas. Si usted recorre las calles estrechas y empedradas de la parte vieja de La Habana o el amplio Paseo del Prado, observará a decenas de personas que intentan vender lienzos, artesanías o souvenir a los turistas de paso.

“Es difícil vender algo. Muchas de las cosas son de bajísima calidad artística. Y a un segmento grande de turistas les interesa más ligar putas que comprar un lienzo con un auto americano o un paisaje con palmas”, señala Remberto, artista plástico.

Para Gustavo, comprar oro resulta más rentable. “Aunque solo soy un eslabón pequeño de una cadena muy grande. Mientras yo me busco 25 o 30 cuc diarios, el hombre para el cual trabajo gana miles. Al final el oro se funde y lo sacan clandestinamente de Cuba”, acota.

Hay corredores de arte que se dedican a comprar reminiscencias de la autocracia cubana, sellos de Mao, el Mein Kampf de Adolfo Hitler o una foto diferente de Leonid Brezhnev en su visita a La Habana.

“También fotos del Fifo (Fidel) que no se hayan publicado”, aclara Armando, quien desde hace dos años se dedica al negocio del 'vintage' político. “No se para qué lo utilizan, pero en la embajada china un tipo me compra toda esa basura”

En el país que un día soñó con edificar una sociedad donde no existiera el dinero, sus adalides, Che Guevara y Fidel Castro, suben de valor. Como si fueran acciones de la bolsa.

Iván García

Foto: Cuervo y Sobrinos, la joyería más famosa de Cuba antes de que llegara Fidel Castro y empezara a nacionalizar y destruir. Antes de 1959 los cubanos compraban sus joyas en comercios especializados, en casas de empeño o a domicilio, con vendedores ambulantes.

miércoles, 21 de octubre de 2015

Solzhenitsyn en Vermont, en otro bosque



La conciencia crítica de la enorme Rusia y su historia reciente, atrapada entre el zarismo y los comunistas, palpitaron durante 18 años en una granja con pretensiones de dacha moscovita levantada cerca de Cavendish, un pueblo de dos mil personas, del estado norteamericano de Vermont.

Allí vivió lúcido, implacable frente a su máquina de escribir, Alexander Solzhenitsyn, un intelectual desterrado porque con su literatura le enseñó a su país y al mundo las miserias del paraíso soviético y la verdad del socialismo real.

El escritor fue arrestado en febrero de 1974 y obligado a viajar, junto a su esposa Natasha y sus tres hijos, a la entonces República Federal de Alemania. Luego se trasladaron a Zürich, Suiza, hasta que, en octubre de 1976, se mudaron a Vermont. Antes, en territorio soviético, el novelista había vivido un largo exilio interior con vida de escritor clandestino.

Así contó, entre otras cosas, su experiencia de ocho años de cárcel en un campo de trabajos forzados del estalinismo. El autor padecía también la alternativa de los miedos de quienes ejercían el poder en su patria, que un día le permitían que publicara un libro y al otro lo deportaban a una región remota.

Solzhenitsyn fue a parar a la cárcel en 1945 porque, mientras servía como capitán del Ejército Rojo, durante la Segunda Guerra Mundial, escribió una carta privada a un amigo en la que criticaba a José Stalin. De la prisión fue deportado a Rusia Central donde comenzó a trabajar como maestro.

Siete años después de la muerte de Stalin, en 1962, le permitieron publicar su primera novela: Un día de Iván Denísovich. Otros libros importantes de esa época son El primer círculo, Pabellón del cáncer y Agosto 1914. En 1970 recibió el Premio Nobel de Literatura.

Pero el libro que le hizo ganarse el destierro fue Archipiélago Gulag, publicado en Francia en 1973. Una indagación lúcida y sin compasión sobre el sistema de prisiones y el trabajo de la policía secreta en la Unión Soviética.

El hombre que llegó a Vermont (Nueva Inglaterra, Estados Unidos) en el invierno de 1976, con aquellas pesadumbres en la cabeza y sin esperanza de vislumbrar una fecha para volver a Rusia, creyó ver o quiso ver en los paisajes americanos de esa región alguna semejanza con la geografía y la atmósfera de la infancia que tenía en la memoria. En la granja que compró para instalarse con su familia se hizo construir una gran casa como las que rodean la capital de Rusia, apacibles, recónditas y rodeadas de bosques.

Solzhenitsyn, contaban sus amigos, mantenía la costumbre de remojarse por las mañanas en un lago cercano, tomar un café y sentarse a escribir sin descanso hasta el almuerzo que se recibía con un ceremonioso y preventivo trago de vodka. Vivía como un ermitaño, entregado, con cierta desesperación a escribir y a investigar como si pensara que el tiempo no le alcanzaría para finalizar todos sus proyectos. Daba conferencias en universidades estadounidenses y realizaba viajes al extranjero, concedía pocas entrevistas a la prensa y se negaba a recibir visitas ya fueran imprevistas o anunciadas. Fuera de la literatura, se dedicaba a pasear y cortar madera por las inmediaciones de la casa y a jugar y charlar con su mujer y con sus hijos.

No hacía vida social en Cavendish (localidad de Vermont), y nadie puede asegurar que alguna vez lo vio atravesar la desolada Main Street de ese pueblo y entrar a un bar a tomarse una cerveza. Pero sus viejos vecinos de casi veinte años se acuerdan del escritor. Y las nuevas generaciones que ni siquiera pudieron presentir su presencia en la casa donde tecleaba el ruso también lo han asumido como uno más que se ha ido y ha muerto lejos.

En el verano de 2013 montaron en su museo una exposición de pinturas, fotos y portadas de libros del hombre silencioso que compartió sus tierras, su paisaje y su aire puro. El diario Time Angus, de Vermont, publicó una reseña y dijo que Natasha Solzhenitsyn visitó la muestra y quedó sorprendida y emocionada por el contenido de las piezas reunidas sobre la vida de su marido. En Cavendish lo querían, lo respetaban y sabían exactamente quién era aquel personaje y la importancia que tenía su trabajo.

Cuando murió Solzhenitsyn, en el verano de 2004, con 89 años, en Moscú a donde volvió en 1994, Mario Vargas Llosa escribió su testimonio sobre el cariño de la gente de Cavendish por el intelectual ruso. El peruano dice que no lo conoció en persona pero que estuvo cerca de él porque trató de visitarlo en Cavendish. Recuerda que llegó al pueblo y le preguntó por el escritor a la primera persona que se encontró, una señora que abría a paladas un camino entre la nieve.

"No quiero molestar al señor Solzhenitsyn, sólo ver su casa de lejos, le dijo Vargas Llosa. ¿Me puede decir dónde está? Sus indicaciones me llevaron al borde de un abismo. Pregunté a tres o cuatro personas más y todas me engañaron y desviaron de la misma manera. Por fin, un bodeguero me confesó la verdad: Nadie en la vecindad le mostrará la casa del señor Solzhenitsyn. Él no quiere que lo molesten y nosotros en el pueblo nos encargamos de que sea así. Lo mejor que puede hacer usted ahora es irse".

Y Vargas Llosa se fue. Estaba convencido de que había conocido mejor a Solzhenitsyn.

Raúl Rivero
El Mundo, 16 de agosto de 2015.
Foto: Solzhenitsyn en Cavendish, Vermont, en 1981. Foto de Harry Benson tomada del blog Russian Literatura.

lunes, 19 de octubre de 2015

Los tiranos en la mesa


Los gustos culinarios de los dictadores ponen en evidencia sus excesos y su compleja relación con la comida. Las cenas que Iosif Stalin (1878-1953) mantenía en su dacha con los principales dirigentes soviéticos duraban seis horas e incluían juegos que siempre acababan con los comensales -todos los que no eran Stalin- humillados.

Benito Mussolini (1883-1945), que odiaba la pasta, tenía un desinterés por los alimentos muy poco italiano. Solía tomar una ensalada hecha a base de ajos crudos aliñados con aceite y limón. Y Saddam Hussein (1937-2006) se ponía metafórico al comer olivas: decía que escupía el hueso igual que algún día escupiría a los israelíes de Oriente Medio. Al mandatario iraquí le preparaban la comida cada día de forma simultánea en sus doce residencias, porque no se sabía en cuál de ellas se presentaría.

Leyendo el libro Dictator’s Dinners. A Bad Taste Guide to Entertaining Tyrants (Gilgamesh Publishing) se aprende todo eso y más. La obra incluye una treintena de recetas con los platos preferidos de cada déspota, por si a alguien le apetece cocinar en casa un cuscús con carne de camello a lo Muamar el Gadafi (1942-2011); una ensalada de pescado estilo Pol Pot (1925-1998) o el pichón relleno de lengua y pistachos que hacía perder el sentido a Hitler (1889-1945). Éste, por cierto, no era un vegetariano tan estricto como se piensa a veces, si bien comía poca carne por influencia de Richard Wagner (1813-1883), su músico preferido, quien sostenía que el buen pueblo alemán jamás habría sido omnívoro a no ser por la influencia judía.

Victoria Clark y Melissa Scott, dos veteranas periodistas británicas que han trabajado como corresponsales en lugares donde los dictadores campaban a sus anchas como Irak o Rumania, decidieron durante una sobremesa escribir el libro. “Estábamos hablando de cuestiones de actualidad internacional. La idea se nos presentó y decidimos ponernos a ella de inmediato”, dicen. El volumen, publicado hace unos meses en Reino Unido, ha sido traducido a varios idiomas y ahora sus autoras preparan una secuela que se editará en otoño, dedicada a las últimas cenas de varios personajes ilustres.

De su excursión a la despensa de 26 jefes de Estado ya muertos o retirados -ni Fidel Castro (1926) ni el etíope Mengistu Haile Mariam (1937), que también salen en el libro, se encuentran ya en el poder- se puede decir que la historia da la razón a esa moderna frase que asegura que “eres lo que comes”. Y que pocas cosas explican tanto a una persona como lo que pone en su plato en la intimidad de su casa, o de su palacio presidencial.

Entre la selección, hay un puñado de dictadores ascéticos, como Antonio de Oliveira Salazar (1889-1970). Soltero recalcitrante -no había más esposa que Portugal, sostenía- y ahorrador, desayunaba café de cebada y una tostada y su plato preferido eran las sardinas a la brasa con frijoles, una timidísima revancha contra la pobreza que sufrió en la infancia, cuando tenía que compartir un solo boquerón con sus hermanas.

Aunque es conocida la afición por el buen comer del cubano Fidel Castro, que tiene opiniones muy precisas sobre cómo hay que cocinar la langosta -once minutos al horno o seis minutos si se hace a la brasa en un espeto, para aliñar después con mantequilla, ajo y limón-y que en su día dilapidó millones de pesos en sus intentos de producir whisky y foie gras en Cuba, Clark no duda en conceder el dudoso título honorífico de “tirano más aficionado a la gastronomía” a Kim Jong-Il (1941-2011).

El mandatario norcoreano enviaba a su chef por todo el mundo para que le consiguiera caviar iraní, mangos tailandeses, salchichas danesas y unos pasteles de arroz japoneses especiados con artemisa que podían costar hasta cien euros la unidad. El 'querido líder' empleaba a un chef sólo para hacerle el sushi. Jenki Fujimoto contó en un libro en el que revelaba los excesos de su exjefe que a éste le gustaba comerse el pescado “tan fresco que aún boqueaba y movía la cola”. Son la excepción.

La mayoría de dictadores usó su ilimitado dominio para procurarse los mejores alimentos. Clark lo achaca a que “muchos de ellos venían de orígenes humildes y al llegar al poder estuvieron encantados de poderse dar estos lujos. Por fin podían tomar champán para desayunar, como hacía el congoleño Mobutu Sese Seko (1930), o bistecs, como Nicolae Ceaucescu (1918-1989). Al yugoslavo Josep Broz Tito (1892-1980) también le encantaban la comida y el oropel. De alguna manera, era un comunista glamuroso.

Mussolini entra en el campo de los tiranos austeros. Si bien hizo de la producción de trigo un emblema de la Italia fascista y hasta llegó a escribir un poema al pan (orgullo del trabajador, poema del sacrificio), rechazaba la carne y el vino como muestra de estoicismo. “Tenía problemas de estómago y no podía permitirse ser autoindulgente, pero lo que le gustaba era esa idea del macho que sabe negarse los placeres”, defienden las autoras.

De Kim Jong-Il se decía también que era el cliente más importante del coñac Hennessy. Tenía almacenadas botellas por valor de más de 700 mil euros que atesoraba en su multimillonaria bodega. Aunque quizá su mayor extravagancia era obligar a varias decenas de mujeres a seleccionar cada grano de arroz que ingería, para que todos fuesen del mismo tamaño y del mismo color.

Después, se lo cocinaban sobre fuego vivo utilizando sólo leña de un tipo de árboles específicos, que crecen en las proximidades de la frontera con China. Otro dictador asiático, Mao Zedong (1893-1976), compartía esa obsesión. Su arroz se recolectaba en una granja especial para su consumo, regada por el mismo manantial que había proveído a la antigua corte imperial.

Las autoras se han aplicado en la investigación de los detalles domésticos de cada dictador, pero admiten que con algunos resulta difícil separar la realidad de la leyenda. Ellos mismos se cuidaron bien de propagar mitos sobre sus hábitos alimenticios que les hicieran parecer aun más temibles.

De ahí las dudas en torno al supuesto canibalismo del general ugandés Idi Amin (1925) y de Jean-Bédel Bokassa (1921-1996), el dictador que se autocoronó emperador de la actual República Centroafricana en una ceremonia inspirada en la de Napoleón. “Ambos han sido exonerados de comer carne humana, y en el caso de Bokassa hubo incluso un juicio en el que llamaron a testificar a su cocinero, pero a la vez es perfectamente posible que lo hicieran. Y si no, es una buena táctica hacérselo creer a sus enemigos, para hacerles temblar”, comenta Clark.

A la autora le llama igualmente la atención encontrarse con leyendas similares en distintos países: “A menudo, al buscar información sobre los dictadores latinoamericanos, se asegura que bebían sangre de recién nacidos para mantenerse jóvenes. Se decía del dominicano Rafael Leónidas Trujillo (1891-1961) y del paraguayo Alfredo Stroessner (1912-2006)”.

Para casi todos los mandatarios, la comida era su mayor placer y, a la vez, su principal fuente de ansiedad, pues temían morir envenenados. Controlaban de forma obsesiva lo que comían y muchos tenían en nómina a varios probadores de alimentos. En una ocasión, Uday, el sanguinario hijo de Sadam Hussein, golpeó a uno de ellos hasta matarlo y su padre le castigó con una paliza y varias semanas en la cárcel. Y a continuación, seguramente, se fue a degustar una carpa a la brasa. Untada con pasta de tamarindo y su poquito de cúrcuma.

En Dictator's dinners, atribuyen a Francisco Franco (1892-1975) una actitud “mortalmente seria” hacia la comida y subrayan su obsesión por la caza y la pesca. Algo que le separaba de sus congéneres fascistas Hitler y Mussolini ya que, al contrario que estos dos, Franco creía que el vegetarianismo era una tendencia peligrosamente socialista.

La cocina en El Pardo era españolísima y burguesa, como demostraron los menús mecanografiados que vieron la luz el año pasado y que supervisaba Carmen Polo, su mujer. A Franco le gustaba la ternera, el cocido, la sopa al cuarto de hora, que se hace con merluza, almejas y mejillones, y los huevos a la Aurora, rellenos y cubiertos con bechamel.

Nada de aquello pasaba por las mesas de la mayor parte de los españoles durante los duros años de la posguerra. Entonces, a Franco le pareció una genuina buena idea la ocurrencia de José Luis Arrese, que después sería ministro de Vivienda, de dar “bocadillos de carne de delfín” a los pobres para paliar la hambruna, según se recoge en su correspondencia con Serrano Suñer.

Aún hoy está bastante extendida la probable leyenda urbana de que se debe a Franco la costumbre de servir paella los jueves en los restaurantes de menú. Se dice que ese era el día de la semana en que el dictador se plantaba en los restaurantes de Madrid sin avisar y entraba en cólera si no tenían arroz.

Begoña Gómez Urzaiz
El País, 12 de agosto de 2015.
Foto: 1959. Con una botella de Coca-Cola por bebida, Fidel Castro emplea los palitos para comer en un restaurante habanero de comida china. Tomada de Havana Journal.

viernes, 16 de octubre de 2015

Una jinetera se confiesa


A Giselle el orgullo y el remordimiento a ratos le juegan una mala pasada. La prostitución es su modo de vida.

Un oficio viejo como el mundo con un mercado que lo hace atractivo. La chica no es tonta. Dejó la escuela en segundo año de bachillerato y sabe algo más que manejar los múltiplos fundamentales.

Comenzó a prostituirse por puro placer. Quería ser diferente. Vestir a la moda, comer en restaurantes de lujo y hospedarse en hoteles cinco estrellas. Sus padres no le podían ofrecer tanto.

Una comida frugal al día no saciaba el hambre juvenil. Cuando cumplió quince años, recuerda, el exiguo salario de sus progenitores no les permitió costear una fiesta decente.

“Con muchos sacrificios me llevaron comer a un pizzería en el Barrio Chino. A la mañana siguiente fui a ver a una amiga de la escuela que ‘luchaba’ (se prostituía) y comencé a jinetear. Al principio solo con extranjeros. Pero después de estar una temporada presa en un reclusorio, me adapté a los nuevos tiempos".

Ahora, cualquiera le viene bien a Giselle. "Mientras me pague 25 o 30 cuc. Tengo un hijo y padres que mantener. Pero, créeme, siento asco cuando tengo que acostarme con clientes viejos, gordos y a veces pervertidos sexuales. La dosis de decencia que aún conservo me hace perder clientes”.

Las historias de las jineteras cubanas contienen un rosario de penurias humanas y familiares, sueños rotos, obsesión por emigrar o la ilusión de prostituirse exclusivamente para atrapar un extranjero de bolsillo generoso que las lleve ante el altar.

Pero los cuentos solo funcionan en la ficción. Las hay que pueden contar finales felices y hoy viven como impolutas señoras en Roma, Madrid o Nueva York, han formado una familia y su etapa de jinetera es un secreto personal o un vaivén obligado por la mala vida en su país.

Aunque la prostitución en la Isla nunca desapareció del todo, el régimen es altamente sensible a las notas de prensa que airean ese fenómeno.

Sucede que el fanfarrón de Fidel Castro, una mañana cualquiera, alardeó que Cuba estaba libre de esa lacra. El Estado se anotó un gol importante ayudando a insertar a las prostitutas en la sociedad.

Muchas se vistieron de milicianas, otras se matricularon en escuelas nocturnas de superación para la mujer. Algunas aprendieron corte y costura o a manejar y se convirtieron en las primeras taxistas femeninas. Como negocio, la prostitución casi desapareció.

Se camufló de diversas formas. Gracias a su poder económico y político un 'mayimbe' (dirigente) mantenía una o más queridas, con apartamento incluido. Tener amantes era bien visto y tema de conversación entre los pesos pesados del gobierno y el partido.

Los funcionarios de rango alardeaban de sus conquistas. Artistas, modelos, bailarinas o profesionales que destacaban por sus cuerpos, ascendían a velocidad supersónica dentro de la monolítica y uniforme sociedad cubana.

Luego llegó el turismo extranjero. Y la prostitución se convirtió en un negocio. Era simple. Como en cualquier nación, tú ofreces, yo pago. Pero en Cuba existen detalles novedosos.

Las jineteras eran tan baratas como las de Puerto Príncipe o Santo Domingo. Con la diferencia de que un segmento amplio de chicas no deseaba un cliente. Estaban a la caza de un novio extranjero.

Pedían y anhelaban ser amantes a distancia. Tener un tipo que mensualmente les girara dinero y mucho mejor si el ‘novio’ le solicitaba matrimonio. En este nuevo siglo, solo hay tres cosas que han crecido en Cuba: emigración, prostitución y marabú.

Se ha diversificado el fenómeno del jineterismo: femenino, masculino, homosexual, travestismo o lesbianismo. Un mercado en plena efervescencia. Si usted se da una vuelta por cualquier bar privado o estatal, discoteca o el malecón habanero, comprobará que la prostitución, del género que sea, es tan numerosa que asusta.

En el caso de las féminas, la competencia y la necesidad las ha obligado a ser cada vez más atrevidas y agresivas. "No pueden ver a un hombre o grupo de amigos bebiendo. Te abordan y te leen la carta de su servicio”, cuenta Ricardo.

En un bar privado, en la Calzada 10 de Octubre, confortable y climatizado y con dos pantallas planas donde los usuarios se divierten haciendo karaoke, las jineteras hacen sus rondas a la caza de clientes.

“A veces es un valor agregado para el negocio. Después de tomarse unos tragos, hay clientes que desean compartir con una jinetera. Pero es malo, por dos motivos: te marca con la policía, que comienza a acosar tu negocio, pues la prostitución genera broncas y conflictos violentos entre las jineteras y sus chulos, y porque ocupan un sitio sin consumir un centavo”, apunta el dueño del bar.

En este verano, en La Habana se multiplicaron las jineteras. “Mucha gente está de vacaciones y hay más espacios abiertos donde se montan fiestas. La gente está en las calles. Y existen más posibilidades de enganchar a un cliente”, dice Oilda, jinetera.

El gran problema de chicas como Giselle, además del remordimiento, es que no le gusta venderse por poco. “Tengo una tarifa fija, pero cuando estás dos o tres días regresando a tu casa sin un centavo, tienes que aceptar los precios a la baja. Si no cuadran contigo, hay un montón para escoger. Tengo que decidir, entre la soberbia o el hijo que debo alimentar y vestir”.

Casi siempre la necesidad supera al orgullo.

Iván García
Foto: Portada del primer libro electrónico sobre las jineteras cubanas. Lanzado en 2012 por la Editorial Leer-E de Catalunya. Jordi Serra I Fabra es escritor y nació en Barcelona en 1947.

miércoles, 14 de octubre de 2015

Confesiones de un travesti cubano



Supe que no era una mujer desde que la vi acercarse, no cabía confusión. Más de un metro con ochenta de estatura y una generosa masa corporal; dadivosa sobre todo en el abdomen, y para el pecho unos breves botoncitos empinados. La cara irritada por el reciente rasurado era prueba de sus abundantes hormonas masculinas. No tenía dudas de que se sentaría a mi lado, yo estaba solo y sobraba espacio en aquel banco del Parque Central.

“¿Quieres algo?”, me preguntó. Parece que la ojeada que le eché fue muy indiscreta. Rápido le dije que no, moviendo la cabeza, pero de todas formas se sentó y me ofreció su mano: “Soy Carmela”.

Ella descubrió mi asombro. “Ay niño, ¿tú crees que con este cuerpo puedo llamarme Beyonce o Rihanna? Soy materialista, dia-léc-ti-ca”. Creí que iba a molestarse con mi carcajada enorme, sin embargo parece que se sintió a gusto y le dio confianza.

Aseguré que Carmela era un bonito nombre, pero ella lo negó. “Es un homenaje a mi abuela. Fue ella quien me crió. Cuando mi madre murió, no había aún cumplido el año. Mi padre se fue por el Mariel en 1980, meses antes de mi nacimiento. Cuando salió de la cárcel en Estados Unidos lo devolvieron a Cuba, yo tenía trece años”.

“¿De verdad no quieres nada? Soy buena, soy buenísima”. Expliqué que esperaba a un amigo que llegaría de un momento a otro. Y como éste no llegaba, se desató su lengua. “La calle está mala. Ayer no hice nada. Casi amanecí en el Parque de la Fraternidad. Un viejo me ofreció un dólar por una chupada. ¡Cochino! Con eso no puedo pagar el Cipresta”. Así se llaman las pastillas que toma cuando las consigue. “No soy una transexual diagnosticada, por eso tengo que conseguirlas por mi cuenta. Tengo una amiga que las vende”.

Siempre he creído en las bondades del silencio. Quizá, si me ponía a hacerle preguntas a Carmela, la habría inhibido, por eso no le pregunté nada, aunque a estas alturas ya no quería que se callara. Creo que fue mi silencio, y el interés que debió notar, lo que la llevó a hablar hasta por los codos.

“¿Nunca te has acostado con un travesti? ¡Debías probar!”. Trató por todos los medios de convencerme. Porque le caía bien y le parecía decente, me cobraría solo diez, siete, cinco dólares…“Dale que no te vas a arrepentir. Los que me conocen dicen que soy una batidora. Yo te enseño como regular la velocidad”.

Según Carmela llevaba como tres horas dando vueltas y no aparecía ninguno de sus clientes habituales. “No tengo ni un cabrón teléfono pa’ que me llamen”. Creí que estaba a punto de llorar. “Si no consigo dinero él no irá a verme. Ay, coño, por ahí viene. No mires, no mires”.

Yo miré. Ella, sin mover los labios, con la boca muy apretada, dijo: “Sí, es ese mismo”. “¿El policía?”, atiné a decir. Ese hombre era su locura, había llegado a La Habana hacía casi dos años. Le echó el ojo desde que lo vio, pero nunca le correspondía. No era la primera vez que se acostaba con un uniformado, y estuvo averiguando con uno y con otro y poco pudo saber. “Pero soy una heroína de mil batallas”.

Sucedió que un día aquel policía que vino de Holguín estaba 'asfixiado' (sin dinero), y coincidió con que ella había 'hecho el pan' (había tenido un buen día). Entonces se lo llevó a su cuarto. “Ese día supe lo que era un hombre”. Cocinó para él lo mejor que pudo y le dio los veinte dólares que tenía guardados. Desde entonces no puede sacarlo de su cabeza, y se pasa el día entero 'haciendo la calle' (buscando clientes), para cuando aparezca.

“Sé que le gusto mucho, pero dice que tengo que tener dinero para que venga. Y lo busco, para tenerlo soy capaz de cualquier cosa. ¿No quieres que vaya a limpiarte la casa? Ahora se estará quieto en los portales del Payret y va a vigilarme de soslayo. Él supone que me voy a ir contigo. Sí así fuera, me seguiría con los ojos, aunque estuviera chequeando el carné de identidad de otro oriental. Cuando vuelvo dejo que me vea y él responde con una seña. Quiere decir que va cuando termine. ¿Qué va a hacer? Con lo que gana no le alcanza para mantener al hijo que está en Holguín. ¡Yo trabajo para él! Anda, llévame contigo. No te vas a arrepentir”.

Tuve miedo de que creciera su insistencia y se pusiera pesado. Había cambiado la expresión de su cara, los ojos inyectados, las manos le sudaban. No había dudas de que era capaz de cualquier cosa. Me paré sin decir nada, crucé la calle, hacia los portales del Payret.

Allí estaba el policía. Lo miré y vi cuando un pinguero, es decir, un prostituto, le entregaba un billete de cinco dólares. Lo miré a los ojos y al billete que guardaba en su bolsillo. Quería preguntarle si de verdad creía que así se cuidaba el orden público.

Jorge Ángel Pérez
Cubanet, 21 de agosto de 2015.

Foto: No es de Carmela, si no de un travesti fotografiado por Nuria López Torres para Homosexualidad y Revolución en Cuba.
Ver también: Fotos del Festival de modelaje travesti.

lunes, 12 de octubre de 2015

Rezagos de los 90


En los años 90, los apagones en Cuba se sucedían con intervalos de ocho horas. Había noches en que nos tocaba a nosotros el corte de la luz; otras veces les correspondía a los vecinos al doblar de mi casa, que pertenecían a otro circuito. De esta manera, cada noche nos reuníamos en la casa del vecino que tenía electricidad, para no perdernos al menos la novela de turno.

Nos sentábamos diferentes familias, y en éstas había todo tipo de personas. Estaban las amas de casa, las madres trabajadoras y las estudiantes. Fue en esa época que los hombres comenzaron a ver los culebrones, tal vez por falta de otras opciones.

A estas 'reuniones' asistían todo tipo de vecinos, como el borracho que durante la novela tomaba nota de todos los tragos que los personajes no se tomaban o botaban sin querer. O los fumadores, que en aquella época sufrían la gran escasez de cigarros -algunos llegaron a recoger cabos de la calle- y vivían cada chupada de los protagonistas que tenían ese vicio. Cuando a uno se le caía la cajetilla, sufrían como si hubiese sido la propia.

Por suerte, en esos años en Cuba no se vio la película Mejor imposible (As good as it gets), protagonizada por Jack Nicholson y donde el personaje utiliza cinco jabones cada vez que se lava las manos. Imagino que en los televidentes eso hubiera provocado casi un infarto.

Yo seguía la trama sin notar nada de esto, y solo me llamaba la atención una ropa o casa bonita. Pero en los últimos tiempos he desarrollado una obsesión que me hace remontarme a la época en que el borracho supervisaba cada trago: estoy obsesionada con el jugo de naranja.

En cada película o capítulo de telenovela me fijo que los intérpretes desayunan el zumo de esa fruta. En meriendas, cenas y hasta en banquetes, veo las jarras del sabroso jugo.

En Cuba, los extractos de cítricos ofertados casi siempre están adulterados, o mezclados con refrescos instantáneos. Los venden en cajitas que dicen 100% Natural, pero no lo son. Los que anuncian como de limón, mandarina o naranja, en realidad no son tales. Nunca he visto jugo de naranja importado, pero confieso que no lo he buscado. Me dedicaré a eso.

Un día de mucha hambre y calor, en aquellos años 90, una amiga de la universidad me dijo: “Tengo tremendos deseos de tomarme un Cerelac bien frío". Para quienes tienen la suerte de no haber padecido las realidades de Cuba, aclaro que el Cerelac era un polvo horroroso que vendían a los ancianos en sustitución de la leche y se suponía que era un cereal lacteado, de ahí su nombre.

Ese día, le pregunté por qué no soñaba con batidos de chocolate o algo mejor, y ella me respondió que sus aspiraciones eran más modestas. He recordado esa anécdota porque ayer pasó algo similar con mi hija de 8 años. Iba caminando por la calle con sus abuelos, cuando escuchó a una vendedora que pregonaba naranjas. Le comentó al abuelo: “Ay, yo quisiera un día poder comerme una".

Por suerte, a la niña pudimos cumplirle uno de sus deseos. A su edad, mi hija no conocía el sabor de esa fruta. Chupó unas cuantas naranjas y por unos minutos fue feliz.

Texto y foto: Iris Lourdes Gómez García
Cubanet, 25 de agosto de 2015
Leer también: Un cubano y su idea del éxito.

viernes, 9 de octubre de 2015

Cuba y su economía subterránea



Desde un viejo buró de caoba negra, computadora de segunda generación armada a pedazos y una calculadora china, Remberto (nombre cambiado), mueve de un sitio a otro miles de sacos de frijoles, arroz o cartones de huevos como si fuese un corredor de Wall Street.

Remberto no viste trajes de cinco mil dólares ni tiene la mirada intensa de Gordon Gekko en la saga El dinero nunca duerme. Probablemente nunca haya escuchado el nombre de George Soros, el financista de origen húngaro que en 1992 provocó la quiebra del Banco de Inglaterra.

Pero en esencia, el trasiego clandestino de alimentos que maneja Remberto es similar al de un bróker de la bolsa. Aprovechando las diferencias de precios del mercado estatal y privado, el burócrata habanero obtiene ganancias que rondan los 70 mil pesos mensuales (alrededor de 3 mil dólares). Una ganga para un lobo de la bolsa, pero una fortuna para un tipo que oficialmente devenga un salario inferior a los 25 dólares.

¿Cómo y por qué lo haces?, le pregunto a Remberto mientras bebe una cerveza en un discreto bar privado al oeste de La Habana. “Casi todos los administradores y directivos de almacenes de insumos y alimentos buscan las fisuras financieras y legales para hacer plata. Técnicamente no le robo al Estado. Deposito la cantidad de dinero equivalente a los productos que trasiego hacia mercados, bodegas o comedores escolares y sociales. El truco es otro. Sacar ventaja de los precios diferentes en los agromercados estatales y de la oferta y demanda”.

En cada operación, por la izquierda, ingresa 50 o 60 mil pesos. En un mes efectúa cinco o seis movimientos. “Por supuesto, el dinero no es solo para mí. En este engranaje hay que mojar a mucha gente. El director de la empresa, personal de contabilidad, choferes que trasladan la mercancía y los custodios del almacén. Todos reciben dinero. Unos más que otros”, señala Remberto.

Les describo el perfil de un directivo corrupto. Viste jean de marca, reloj automático de 150 dólares o más, reside en una casa remozada y equipadas con todos los artefactos de la vida moderna y posee un auto adquirido con las ganancias de sus desfalcos.

En el bolsillo porta el carnet rojo del partido comunista. Tiene un par de amantes (es de buen gusto), le encanta la buena mesa y beber ron, whisky y cerveza de primera.

Tres veces al año se aloja en un hotel todo incluido y a diario, como si fuera un ventrílocuo, repite la jerga delirante y mecánica de los funcionarios de la autocracia verde olivo.

El enemigo número uno de estos parásitos, que copan las estructuras del Estado en la Isla y se aprovechan de la escasez para mover los hilos de la distribución de alimentos, se llama Gladys Bejerano, Contralora General de la República.

Al grupo de inspectores de la Contraloría, Remberto le dice Los Intocables. “Bejerano es una especie de Eliot Ness, el tipo que metió preso a Al Capone por evasión de impuestos. La gente de su oficina te monta una auditoria sin previo aviso. Pero en Cuba es tanta la corrupción, que algunos altos directivos nos avisan antes. Por precaución, siempre es bueno tener dos controles de contabilidad. El oficial, limpio y exacto, y otro por donde salen el robo y los trucos financieros que duermen en casa”.

Según Remberto, los mecanismos de control estatal están diseñados para combatir la corrupción a baja escala. “A los ladrones de cuello blanco con altos cargos nadie los persigue. Los que tenemos el gardeo somos los de abajo, a pesar que mantenemos con dinero a la crápula que manda. Eso forma parte del juego. Cuando caes en desgracia, si no chivateas a nadie, otros directivos te mantienen a la familia. Esto es como la mafia. Se mueve por clanes e intereses”.

En ocasiones, los márgenes de ganancias son de centavos, como ocurre con los huevos. Su precio oficial es de un peso y diez centavos cada uno. En otros productos, los dividendos son más amplios.

“Pero siempre se gana. Los frijoles cuestan 8 pesos la libra en el mercado estatal y a los particulares se les venden a 10 u 11 pesos la libra. Ellos después los revenden a 13 o 15, depende si es frijol negro o colorado. Así ocurre con todos los productos. El truco está en los precios diferenciados. En el caso de las carnes de puerco y carnero, además del precio diferenciado, las ganancias se producen por la merma”, explica Remberto.

La prensa oficial, a ratos, publica sobre la desarticulación de redes en centros de acopio y almacenes del Estado, con funcionarios y empleados que van a parar tras las rejas. “Por cada red que desarticulan, cinco siguen funcionando. La corrupción es parte del sistema. Es endémica”, confiesa Remberto.

El mercado negro en Cuba se alimenta del desfalco y desvíos de centros estatales. El latrocinio comienza desde el mismo momento que arriba un buque extranjero a un puerto de la isla.

Los hoteles y centros turísticos son otros eslabones que nutren la economía sumergida y los negocios privados. El jefe de almacén de un hotel asegura que “una parte significativa del queso gouda, carnes y bebidas sale de los centros turísticos. Sobre todo de hoteles todo incluido, donde es más difícil supervisar los gastos”.

La meca del mercado negro es La Habana. Se vende más y a mejor precio. Desde leche en polvo a jamón ibérico.

Iván García
Foto: Vendedor ambulante en La Habana. Tomada de Cubaencuentro.

miércoles, 7 de octubre de 2015

Un siglo de El Vedado


Un siglo de El Vedado, documental del cineasta cubano Carlos León, fue realizado en 2012 y obtuvo el Premio de la Cinematografía Educativa de Cuba en la 33 edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano anualmente celebrado en La Habana.

Tania Quintero

lunes, 5 de octubre de 2015

Cuba antes de Fidel, verdades dolorosas


Cuba fue la primera nación de Iberoamérica en tener ferrocarril, tranvía, automóvil, telefonía de discado directo, emisora de radio y TV a color. La isla fue pionera en adelantos sociales en la región.

Abolió las corridas de toros (siglo XVIII). Decretó el divorcio (1918), la jornada laboral de 8 horas, el salario mínimo, la autonomía universitaria (1937), el derecho de la mujer al voto y al trabajo, y la igualdad entre sexos y razas (1940).

Cuba participó en la II Olimpíadas (1900) con oro y plata, y en la III (1904) con 5 oros, 2 platas y 3 bronces. Fundadora de los Juegos Centroamericanos (1927) y la primera nación de Latinoamérica en aportar un jugador de béisbol profesional a Estados Unidos (1871), un campeón mundial en ajedrez (el famoso Capablanca (1921), otro en billar (Alfredo de Oro). Fue la cantera principal de Grandes Ligas por muchos años. Hasta que llegó Fidel.

También aportó la primera nominación a un Oscar (Ernesto Lecuona en 1942), la primera mujer que cantó en la Scala de Milán (1946) y ni hablar de Pérez Prado quien con su mambo Patricia, en 1958 estuvo 15 semanas consecutivas en el hit parade gringo.

En los años 50, Cuba poseía una vaca por habitante, ocupaba el tercer puesto en Iberoamérica en el consumo de carne per cápita, el segundo lugar en baja mortalidad infantil, consumo calórico diario y alfabetismo, y el primero en número de médicos por habitante, con el mayor porcentaje de viviendas electrificadas y con baño propio.

En 1958, proporcionalmente figura en primer lugar con mayor número de líneas férreas, autos, electrodomésticos, salas de cine, y en segundo lugar, en entradas per cápita y número total de radios. Para entonces ocupaba la posición 29 entre las economías mayores del mundo.

Y con una moneda que desde 1915 y hasta que llegó Fidel en 1959 se mantuvo a la par del dólar. Y ni hablar del bolero y del son, que tuvieron que salir de Cuba, pero allí dejaron enterrado su corazón.

De modo que aquel cuento fantasma de que la Cuba de Batista era una aldea insalubre y fracasada es totalmente falso. El sacrificio pagado por unas supuestas mejoras sociales (tercer lugar después de Chile y Uruguay) está fuera de proporción. Por cierto, la socialista Venezuela ocupa el séptimo lugar. Que oiga quien tiene oídos…

Ernesto García MacGregor

Analítica, 11 de marzo de 2015.

Video: En 1951, al puerto de La Habana llegaron 15 autobuses adquiridos por Ómnibus Consolidados La Habana, que serían destinados al servicio interprovincial. Su destino final era la ciudad de Santiago de Cuba y el noticiero nacional de cine mostró la caravana de ómnibus por la carretera. Antes de llegar a Santiago, la caravana entró al Santuario de El Cobre. Según MGHistory, quien subió el video a You Tube, allí fueron bendecidos por Monseñor Enrique Pérez Serantes, Arzobispo de Santiago de Cuba.

viernes, 2 de octubre de 2015

Culpable, hasta que se demuestre lo contrario



Jorge Luis todavía sigue cargando con el estigma de presunto delincuente. En el verano de 2013 fue detenido tras una espectacular redada policial en su casa de la barriada habanera de La Víbora.

“Fui acusado de ser el autor intelectual de varios robos con fuerza. Estuve detenido, primero en la unidad territorial del DTI en 10 de Octubre y luego tres semanas en 100 y Aldabó. Después me trasladaron a prisión preventiva en Valle Grande, a esperar el juicio. La policía no tenía pruebas sólidas. Solo pesaban mis antecedentes penales. Tras cinco meses de encierro fui puesto en libertad por falta de pruebas. Ningún tribunal u oficial de la policía me dio una disculpa. El Estado no reparó monetariamente esa arbitrariedad. En Cuba, un sospechoso es culpable de antemano. El pesquisaje policial y las investigaciones son espantosamente malas. En las cárceles cubanas hay un montón de personas inocentes y están tras las rejas solo por presunción de la policía o de la fiscalía”, relata Jorge Luis.

Supuestamente, la jurisprudencia en la Isla dictamina que un ciudadano es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Pero en la práctica la maquinaria legal hace lo contrario.

Tener antecedentes penales, actas de advertencias o simplemente un perfil que las autoridades consideren sospechoso, es un lastre de por vida. “Estuve preso siete años por matar vacas. Desde que salí de prisión no he podido encontrar un trabajo bien remunerado. Los ex reclusos solo tenemos cabida en la construcción, como sepultureros o cazadores de cocodrilos en la Ciénaga de Zapata. Esa historia de la benevolencia de la revolución con quienes han cometido delitos comunes es mentira. Somos reos del sistema para siempre”, señala Diosbel, que consiguió una plaza como limpiador de parques.

En el modelaje policial cubano hay una metodología racista. En operativos o redadas, mestizos y negros son siempre sospechosos y se les detiene sin haber cometido delito alguno. Sucede igual con jóvenes que las autoridades consideran extravagantes. La llamada 'peligrosidad social' es una norma abiertamente fascista.

A las personas se les sanciona solamente por presunciones. La desprotección ciudadana y el desconocimiento de las leyes son proverbiales en Cuba. “La incultura jurídica en nuestro país es grande. Pocos conocen la Ley de Procedimiento Penal. Ni siquiera sus derechos. Las autoridades pisotean las normas con una frecuencia pasmosa. Los tribunales forman parte de la maquinaria del Estado. No tienen autonomía ni independencia. Un abogado defensor es casi un pelele. Si el Estado decide aplicar una sentencia ejemplarizante, no te salva ni Dios. Los más desprotegidos por las leyes son los opositores políticos”, argumenta un joven letrado que labora en un bufete estatal.

En El Calvario, poblado en las afueras de La Habana, en el otoño de 2010 la abogada disidente Laritza Diversent abrió una oficina para asesorar a ciudadanos que consideran que sus derechos son vulnerados.

En la planta baja de su casa atiende más de 130 casos mensuales. La consultoría se llama Cubalex, en ella trabajan nueve abogados y un experto en asuntos médicos.

Laritza Diversent considera que las deficiencias en el procedimiento policial y las fallas de los mecanismos jurídicos y legales son usuales. “La ciudadanía tiene una profunda ignorancia sobre sus derechos y deberes. Incluso agentes de Seguridad del Estado y de la policía desconocen muchas normas jurídicas vigentes. En registros, detenciones o citaciones las violaciones son flagrantes”, subraya y añade:

“Algunas de nuestras normas penales esán desfasadas. Se rigen por arcaicas leyes de la etapa del colonialismo español. Más que desmontar todo el sistema legal, pienso que se debe renovar".

Según Augusto, con cuarenta años de experiencia en el ejercicio del Derecho, “cuando un cliente contrata a un abogado, lo que prima es si tiene buenos contactos en la policía y la fiscalía. Más que el talento que pueda tener, lo que vale son sus conexiones. En el sistema legal cubano impera el tráfico de favores y la corrupción”.

Viejo zorro en los vericuetos legales, Augusto piensa que hay casos y casos. “Cuando son expedientes por delitos menores o de cuello blanco sin mucha repercusión mediática, si sabes dónde mojar con plata, el acusado puede salir en libertad o estar presos unos pocos meses. Ya en los casos de asesinatos, robos sonados o matarifes de reses, la sanción está predeterminada. Ni el mejor abogado del mundo puede impedirlo. Y los disidentes ni se diga, su castigo viene dictado de arriba”.

Varios abogados consultados están convencidos de que el viejo axioma jurídico de 'inocente, hasta que se demuestre lo contrario', es letra muerta en la Isla.

También están los personajes intocables. Por encima de la Ley. Que no rinden cuentas ni pagan por sus delitos o violaciones legales.

Como el General Rogelio Acevedo, involucrado en un caso de corrupción. O Antonio Castro, play boy de la burguesía verde olivo, que viaja en yate por Grecia y alquila cinco suites por mil euros la noche en Turquía, sin dar explicaciones de dónde procede el dinero.

En Cuba, como en cualquier autocracia, las leyes se hicieron para los otros. No para los que gobiernan.

Iván García
Foto de Juliet Michelena tomada de Misceláneas de Cuba.